segunda-feira, maio 28, 2007

LIVROS: "PARAÍSO TRAVEL", DE JORGE FRANCO

Sobre Jorge Franco disse Gabriel Garcia Marques: “um dos autores colombianos a quem gostaria de passar o testemunho.” Não é elogio de somenos.
Nascido em 1962, em Medellín, cidade colombiana, mais conhecida por outros carteis, Jorge Franco estudou Literatura na Universidade Javeriana e mudou-se para Londres para estudar cinema na The London International Film School. De regresso à Colômbia, continuou estudos e técnicas de criação narrativa na Oficina de Escritores da Universidade Central de Bogotá. Em 2001 publicou “Rosário Tesouras” (Prémio de romance Dashiell Hammett Internacional em Gijón, Espanha), que foi assinalado por, de alguma forma, ter «quebrado em mil pedaços o realismo mágico que se impusera durante trinta anos na Colombia», transformando num bestseller esta obra. Antes tinha publicado uma recolha de contos e um romance, “Maldito amor” e “Mala Noche”. Posteriormente a “Rosario Tijeras”, lançou “Paraíso Travel” e “Melodrama”, todos três editados recentemente pela Quetzal Editora, em Portugal. Sobre o autor, Carlos Fuentes disse: “São tantos os que me falaram dele que não vou perder, por nada deste mundo, o prazer de o ler.” Mario Vargas Llosa afirmou no diário “El País”: “Recomendo dois romances que li de um fôlego durante a minha viagem [¿] um deles é “Rosário Tesouras”, de Jorge Franco”. Sobre “Paraíso Travel”, disse-se nos Estados Unidos: “Podemos festejar: escreveu-se o Grande Romance Americano (de todas as Américas), embora localizado muito longe da Macondo de García Márquez; na verdade, situado aqui mesmo.” (Victor Cruz Lugo, Hispanic). É a euforia da descoberta de uma voz nova latino americana, uma voz que não tem vergonha de ser colombiana, que exalta os valores do País natal e que, não desconhecendo as dificuldades por que passa a Colombia, não faz o choradinho da desgraça nacional. Opta por um registo pitoresco, por narrativas muito cinematográficas, uma escrita visual, uma montagem em “flash backs” de tempos diferentes, personagens de carne e osso num desenho onde impera humor e a ternura. Há que fale de uma certa influencia da literatura brasileira em Jorge Franco. Vão mais longe e apontam Robem Fonseca, sexo e violência. Curiosamente, para quem acabou de ler “Mundo Perdido”, de Patrícia Melo, há muitas analogias, na escrita, no ritmo da prosa coloquial, na própria intriga, com persoagens que procuram personagens, sendo toda a obra o acompanhar de uma busca insana.
Em “Paraíso Travel” há um protagonista, Marlon, que parte da Colômbia para Nova Iorque, em busca do Paraíso prometido. Não que a ele lhe interesse muito as melhorias de vida que lhe prometem e em que ela não acredita muito, mas sobretudo porque ama Reina, e esta só lhe promete o Paraíso em terras de gringos. Falam de Paraísos diferentes. Ela vai à procura de uma casa com vista sobre a Estátua da Liberdade, um quintal, um cão, talvez um filho. Uma vida melhor, com que sonha há muito e que tudo faz para alcançar, mesmo que tenha de roubar e enganar, emigrar a salto, chegar a Manhattan e perder-se de Marlon na primeira esquina. Quanto a Marlon o Paraíso são as perna de Reina, os seus olhos, um de cada cor, a forma como se desloca, a macieza da pele, e tudo isso ele só terá em Nova Iorque. Nem um nem outra atingirão o Paraíso. De Reina ficamos sem nada saber logo no inicio, tal como Marlon. Deste vamos acompanhando a perseguição de um sonho por terras americanas. A desilusão é tremenda, sofre que nem um cão, mas nada no livro é demagogia barata, Nova Iorque não é o Paraíso, mas também não é por isso que é um inferno. O inferno surge do facto de se procurarem Paraísos utópicos e não é a América quem os vai afastar da realidade em que viviam. Não basta atravessar fronteiras a salto para mudar a vida. Pode dizer-se que “Paraíso Travel” é a história de um amor louco que se transforma em pesadelo, mas acabará por reverter numa experiência positiva para quem a vive. Um belo romance de um autor que vou continuar a aprofundar. Já comprei igualmente “Rosário Tesouras” e “Melodrama”. Quanto a “Paraíso Travel”, anuncia-se adaptação para cinema numa co-produção colombiana e norte americana. O realizador será Simón Brand, conhecido sobretudo por dirigir videoclips, homem das relações de Mel Gibson e Jim Caviezel. Jorge Franco adaptou o seu livro, em colaboração com Juan Manuel Rendón. A mexicana Ana de la Reguera fará parte do elenco, enquanto cantora (interpretará entre outras canções, "Te busco", de Celia Cruz). Do elenco fazem ainda parte Aldemar Correa, Mateo Gómez e Margarita Rosa de Francisco.
Sobre a relação entre a sua escrita e o cinema, Jorge Franco disse: "Creo que hay mucha influencia, no sólo por mis estudios sino también porque pertenezco a esa generación de escritores que desde niños estamos altamente influenciados por los medios de comunicación audiovisuales, somos una generación que nos criamos viendo programas de televisión, con tele en el cuarto, casi teleadictos diría yo... y esa influencia se ha dejado ver en nuestra literatura. El uso de tres tiempos narrativos, flash-backs o los mismos diálogos tienen una clara influencia cinematográfica".


Excertos de “Paraíso Travel”

“Pude haber muerto ese amanecer en que perdí mis pasos, no sólo porque la misma muerte me tocó el hombro sino porque lo deseé con rabia. Recordé y entendí las tantas veces que Reina decía: mejor matémonos, y que de tanto decirlo ya nadie le abría los ojos como al comienzo.
-Mejor matémonos -decía iracunda ante cualquier contrariedad.
Yo temía no sólo por la vida de Reina sino por la de todos, por la mía, que yo cuidaba sin explicación, o tal vez por ese amor pesimista que siempre le he tenido a la vida. Amor que me duró hasta esa noche en que fui el más desesperado de todos los vivos, cuando por primera vez pensé: mejor muerto, peor vivo y sin Reina. Aunque fue precisamente el recuerdo de sus ideas extrañas el que me llevó a considerar que podía dar unos pasos más.
Supe que al correr comenzaba a perderla, que también me perdía yo en lo que dura un parpadeo. Mientras huía de los policías pensé en ella, en su boca iracunda después del grito: ¡no salgas, Marlon!
Pero mi rabia también contaba y salí sin sospechar que esa noche me iba a perder en el más grande y enredado de los laberintos, resignado a tener como último recuerdo de Reina su gesto bravo, llamándome como de niño me advertía mamá: ¡no salgas a la calle, Marlon Cruz!
Le grité a Reina y salí. Nos gritamos el cansancio y el silencio que habíamos guardado desde que le dijimos sí al disparate de venir a buscar futuro a Nueva York.
-¿Nueva York? -le había preguntado.
-Sí, Nueva York.
-¿Y por qué tan lejos?
-Por que allá queda -me dijo Reina.
La idea fue suya. En general, todas las ideas eran de ella. Yo también las tenía a veces pero sólo las de Reina se echaban a andar. Y ésta ya la tenía andando. Cuando me lo dijo ya era una decisión. No me preguntó si yo estaba de acuerdo.
-Nos vamos los dos -dijo.
También habló de las oportunidades, de los dólares, de ganar bien, de vivir mejor, de salir de este pobre mierdero.
-Aquí no hemos hecho, ni estamos haciendo, ni vamos a hacer nada.
De tener por fin un sitio para los dos, de prosperar, y hasta de tener hijos, habló. Lo dijo con los ojos muy brillantes, y tan sinceros que le creí. Tan decididos que me asustaron.
-Pero eso está lejos y no conocemos -le dije.
Reina me apretó las manos y se pegó bien a mi boca. No vi sus ojos sino dos manchas vidriosas de colores diferentes que se movían rápido, como buscando el pavor detrás de los míos. También le cambiaba el aliento a Reina cuando hablaba con otro humor.
-Nos vamos los dos -repitió-. ¿O te vas a quedar aquí, igual a tu mamá, a tu papá, o al mío, jodido como todo el mundo?
Lo dijo bajito, con los labios pegados a mi cara, apretando el cuerpo, exhalando aire caliente por la nariz, sin rabia pero resuelta, clavándome los pechos en cada respiración, para que yo sintiera lo que me iba a perder si me quedaba.
-Nos vamos los dos.
No me dio un beso como pensé, sino que despegó la cara y metió la mano entre mi pelo. Ahí la dejó y siguió mirándome, como esperando a que yo le dijera algo diferente al sí que ella ya había asumido, tal vez una idea fresca que reforzara su plan, algo que le mantuviera el brillo a su mirada bicolor.
-Pero yo no hablo inglés, Reina -fue lo único que le dije, y ella sacó la mano de mi pelo.
La idea fue suya. Se lo reclamé cuando llegamos. Ya no nos quedaba dinero, no existía la dirección a donde teníamos que llegar y las cosas no habían salido como esperábamos. Habíamos aguantado y callado durante todo el trayecto. Casi no dormimos porque el sobresalto no nos dejaba, y en el día tampoco pudimos descansar, y muchas veces dudé si alguna vez llegaríamos adonde Reina quería llegar. Se lo saqué en cara:
-La idea fue tuya -le dije con rabia.
-Ya lo sé -me dijo ella-. Vos no tenés ideas.
Le reclamé que ese cuartucho nada tenía que ver con el sitio que ella me hizo soñar, el que me describió cuando imaginábamos la vida que llevaríamos. Ella era la que me contaba como si ya conociera todo, como si ya hubiera venido antes a preparar la llegada: es un apartamento blanco con vista al río y a la Estatua de la Libertad, en un piso alto con una terracita que tiene un jardín chiquito y dos sillas para sentarse a mirar el atardecer en Nueva York. Me habló de un perro que tendríamos y que sacaríamos a pasear después del trabajo y que cuidaría el apartamento mientras estuviéramos fuera. Me contó de una cocina muy limpia, llena de electrodomésticos, y de un baño blanco con bañera blanca y grande donde nos meteríamos todas las noches a hacer el amor. Vamos a hacer el amor todas las noches, me decía, y yo sentía mariposas en el sexo y pensaba: nos vamos los dos.
Pero el verdadero cuarto era como un calabozo que nos dejaron por los billetes que nos quedaron, y que tomamos porque no había otra opción. No encontramos a Gloria, su prima, la que le mandó las fotos, la que le dañó la cabeza, la que le dijo: vente, vente prima para acá, que aquí hay plata y trabajo para todos; y le mandó la foto de su apartamento, y sí, era mucho mejor, y otra foto al lado de un carro, que ahora dudo que fuera suyo, y otra foto con un perro y en la nieve junto a un muñeco también de nieve con dos ramas por brazos, una zanahoria por nariz y dos cosas negras por ojos, y todos en la foto riendo, pero extraños, ajenos, como unos micos en el polo norte.
-Vamos a conocer la nieve, Marlon -decía Reina abrazándose a sí misma, anticipándose al frío.
Yo pensaba: sí, vos podés pasar por gringa porque aunque tenés los ojos raros, son claros, y tu pelo también; con un poco de tinte quedarías rubia del todo. Pero yo soy muy de acá, pensaba pero no se lo decía. Tan de acá que no me quiero ir.
-Mirá las fotos que me mandó Gloria, mi prima. -Las mostraba como quien enseña la fortuna en un tarot.
Me las mostró todos los días porque las guardaba en su billetera, las sacaba en el bus, en la calle, para gozar con el apartamento, con el carro, el perro, con el muñeco de nieve de Gloria, su prima. Me las mostró en el aeropuerto, en cada sitio en que tuve miedo, en todo el trayecto desde que salimos hasta acá; las guardó como si fueran sus documentos, la visa que no nos dieron, el dinero que nos gastamos, el pasaporte que nos hicieron botar.
-Pero Gloria, tu prima -le dije ya en el cuartucho-, nos dio otra dirección.
-Tal vez la memorizamos mal -la defendió Reina.
-Y el teléfono, ¿también lo memorizamos mal?
Ahí nos gastamos las últimas monedas. Contestaron en inglés y Reina sólo dijo: Gloria, Gloria please, pero al otro lado le soltaron una retahíla que la llenó de miedo.
-Cogé vos a ver si entendés -me dijo.
A mí me dio hasta risa su ocurrencia. Ella dijo: Tal vez nos equivocamos, marquemos otra vez, y yo le advertí: Reina, esta es la última moneda, pero Reina me miró feo y después marcó, y otra vez lo mismo: Gloria please, y el mismo rollo en inglés. Reina se atrevió a admitir: creo que es una grabación.
-Mejor subamos -me dijo- y mañana volvemos a llamar.
Yo le pregunté: con qué, y ella me dijo: algún vecino nos prestará el teléfono, pero yo dudaba que en ese tugurio hubiera otro teléfono que no fuera ése del pasillo. Y cuando volvimos a entrar me sentí desesperado entre tanta dificultad.
-La idea fue tuya.
-¿Qué creías? -me dijo-, ¿que íbamos a llegar a un Hilton?
-No, pero sí adonde tu prima.
Tal vez era por el tamaño del cuarto pero todo lo que hablábamos sonaba a gritos. Reina me dijo: mañana llamo a Gloria, mejor durmámonos que hace días no dormimos. Entonces yo le pregunté: ¿qué vamos a hacer, Reina?, pero ella no me contestó, le pregunté de nuevo y más fuerte: ¡¿qué vamos a hacer?!, entonces ella con su mirada me mandó para la mierda, y como me quedaba un cigarrillo decidí que me lo fumaría afuera, ventilaría mi ira, pensaría, caminaría para pensar. Tiré la puerta y ella después la volvió a abrir.
-¡No salgas, Marlon! -gritó.
Bajé las escaleras oscuras saltando los escalones de dos en dos y todavía escuchaba a Reina vociferando: no conocemos, Marlon, no tenemos papeles; llegué al pasillo, miré con rabia el teléfono que nos robó el medio dólar y salí a la calle. No saqué la chaqueta y el viento frío me pegó en el cuerpo, pero cuando encendí el cigarrillo sentí un poco de calor. Miré hacia arriba buscando a Reina en alguna ventana, pero ni siquiera estaba seguro si la nuestra daba a la calle, o si acaso teníamos una. Miré al frente y vi una valla iluminada donde alcancé a distinguir la única palabra que entendí: Queen. La conocía porque significa Reina.
Comencé a caminar y a pesar del frío el aire fresco me cayó bien. Pensé que Reina podía tener razón: después de dormir veríamos las cosas más claras. Tal vez al otro día encontraríamos a Gloria y todo se arreglaría. Ya le había dado media vuelta a la manzana, el cigarrillo ya iba por la mitad y mi arrebato también. Decidí dar la vuelta completa y contarle lo tonto que había sido. Tiré la colilla y doblé la esquina para volver, pero una mano en el hombro me heló el corazón, la mano enojada de un policía.
Él habló y yo no le entendí. Señaló la patrulla que yo no había visto, o tal vez señaló a su compañero que hablaba por radio. Creo que balbuceé y también creo que él dijo algo que tampoco entendí pero que hizo que mis pies decidieran por mí. Y mientras él miró al otro para hablarle, yo eché a correr a grandes zancadas empujado por el pánico, atropellando a la gente pero sin caer; miré hacia atrás y los policías también corrían, no muy lejos, abriéndose paso con sus silbatos y con sus armas desenfundadas pero todavía sin apuntar. Mis pies volaban y a mis pies frenaban los carros en cada calle que cruzaba. Veía sus luces como si corriera dentro de un carrusel. Los policías siguieron persiguiéndome pero el miedo me hizo más veloz.
«¡No salgas, Marlon!».
Corría y recordaba el grito que debí atender. Corrí con los otros dos detrás y con los carros entre mis piernas, y las luces encandilándome, pero seguí corriendo, ¡no salgas, Marlon!, y doblé más esquinas y corrí sin saber si iba a poder, pero los bocinazos me acosaban, veía a los policías cada vez más cerca y pensaba en Reina y en Dios. De pronto, sentí un golpe seco al cruzar otra calle, me atropellaron, pensé, pero no fue a mí, fue a uno de ellos, uno de los policías voló cerca, casi a mi lado, entonces el otro se detuvo, miró a su compañero en el piso y me miró a mí, pero yo seguí corriendo, y corrí más entre muros inmensos con avisos luminosos y edificios que se perdían en lo alto, entre un mar de gente a la que poco le importaba la carrera de un perseguido sin perseguidor.
Corrí muchas calles hasta llegar a un sitio oscuro, o hasta donde me llevó el desaliento y obedecieron mis pies. No sabía cuánto había corrido. Fueron muchas calles y un puente largo; siempre lleno de pánico pero no con tanto como en ese instante después, cuando con los ojos aguados miré alrededor y no distinguí nada familiar; estaba en medio de unas bodegas y aunque había letreros yo no los podía entender. Todavía ahogado recordé lo que siempre le había dicho a Reina: yo no conozco, yo no hablo inglés.
Y después su grito: ¡no salgas, Marlon!, que con el tiempo se ha ido desvaneciendo entre los otros tantos que vocifera Nueva York; por el que luché para que no perdiera su eco porque fue lo único que me sostuvo para seguir buscando a Reina.
***
-Mi nombre es John Roberts y voy a manejar este bus durante las próximas ocho horas -dice el conductor, en inglés, a través del altavoz-. Tienen los reglamentos frente a ustedes pero voy a recordárselos?
John Roberts comienza la lista de prohibiciones pero nadie le pone atención; están acostumbrados a que en este país todo lo que se prohíbe se hace. NO smoking, NO drinking, NO fucking, NO killing.
-No quiero oír música, no me gusta -dice John Roberts. No quiere oír charlas ruidosas, no quiere desorden y aunque sobre decirlo lo va a decir-: no quiero saber de alcohol ni de cigarrillos en este bus.
Suspende las advertencias para echarse un caramelo en la boca.
-Tengo amigos en la Policía que se pondrían muy contentos de ayudarme a sacar a quien viole el reglamento -dice masticando el caramelo.
Un pasajero levanta el dedo que le gustaría meterle a John Roberts por el culo. Yo miro la reacción de mi compañera de banca, pero ella está concentrada en acomodar sus bolsas. Es una negra enorme, entrada en carnes y en años, que también intenta acomodar su gordura en el asiento.
-Por último -dice el conductor-, nuestra próxima parada es Baltimore. Si no hay problemas con el tráfico, llegaremos en tres horas.
-Pues yo ya tengo hambre -dice la mujer que viaja a mi lado. Y me pregunta-: ¿Usted no?
Con esto de ver otra vez a Reina me he olvidado de comer. Ni siquiera comí cuando estuve en la estación. No me moví de la puerta que me asignaron; no pasará otra vez, no me volveré a perder ahora que ya sé dónde está. Y comeré cuando llegue; tal vez ella también querrá comer algo, si la sorpresa la deja y si la emoción no nos cierra el apetito, como ahora me lo cierra a mí. Comeré con Reina un año y tres meses después. Un año, tres meses y cinco días después.
A la mujer que va a mi lado le digo:
-No, todavía no tengo hambre -y le aclaro-: voy a esperar hasta que llegue a Miami.
Suelta una carcajada que hace que los otros miren. John Roberts también mira por el espejo retrovisor. De ella me asombra el tamaño de sus dientes: son grandes para cualquier boca, pero los tiene blancos y limpios. Se sigue riendo mientras menea la cabeza de un lado a otro, seguramente sumando las treinta horas de este viaje.
-Ay, ay -se queja en medio de la risa. Se pone la mano en el pecho y se obliga a parar de reír.
Me asombra el tamaño de sus fosas nasales dilatadas en su afán por respirar. Me dice: ay, amigo. Luego no dice más. Cierra los ojos y comienza a ronronear. Yo recuesto la cabeza y miro hacia fuera, y me veo a mí mismo reflejado en el vidrio, viendo cómo se aleja Nueva York. Se aleja lento como si supiera que voy a encontrarme con ella, o tal vez para que recuerde lo que dejo atrás, lo que logré por mi cuenta y sin Reina, por la que dejé Colombia y me vine a este país.

Reina, la del barrio, así me hablaron de ella, o de la que se fue y volvió, al cabo de mucho tiempo. Se fue con su madre y regresó sin ella. Volvió con su padre, los dos con la cara larga.
-¿Qué les pasó? ¿Se murió la señora?
Nadie había muerto. La señora, la madre, se había ido. Mamá subió los párpados y torció la boca, no dijo nada pero todos supimos lo que hubiera querido decir. Pero al menos esa vez no dijo nada, no delante de nosotros. A mí me insistieron: Reina, la de los ojos de distinto color, pero yo no relacionaba a ninguna con la que había llegado.
-No la reconozco -dije.
-¡Reina! ¡La que tiene un ojo de un color y el otro de otro!
-Me rindo. No sé cuál es.
Cómo iba a identificarla si se fue niña y volvió mujer. Si se fue fea y volvió preciosa. No parecía la misma. Si no hubiera sido porque a su papá sí lo recordaba, hubiera pensado que me estaban molestando.
-¡¿La misma que??! Pero si no parece.
Sí volvió toda formada y toda hecha; así la veíamos subir, bajarse del bus, caminar a la tienda de la esquina, entrar a misa.
-Y uno durmiendo solo con un radio -decía Juancho Tirado, salivando.
Era ella, entonces. La que de muy niña jugaba con otras niñas del barrio, jugaban a la golosa, a la cuerda, a las escondidas. A ellas les robábamos los dulces, las monedas, y nunca les permitimos jugar con nosotros, entrar a nuestro clan; no se aceptan niñas, sólo mujeres, aclaraba Eduardo Montoya; nosotras somos niñas, decían las niñas en coro.
-Entonces bájense los calzones -decíamos, y ellas salían corriendo y gritando. Después volvían, a los pocos días, buscándonos otra vez:
-Nosotras somos mujeres.
-Entonces vengan y orinen con nosotros -y de nuevo corrían despavoridas, dando gritos como si fuéramos unos psicópatas.
Y entre las que gritaban y huían estaba Reina. De vestidito corto, rodillas sucias, pelo revuelto, con los dientes desproporcionados, fastidiosa y cruel como todas las niñas, odiosa como todos los niños, maloliente, bulliciosa, niña al fin de cuentas. Muy distinta a la Reina que volvió diez años después.
-Toda una reina -decía Carlitos apretándose el bulto.
-¿Y por qué volvió? -pregunté mientras la vimos cargar los paquetes de la tienda, mientras me inventé una respuesta porque Juancho Tirado, Carlitos y Eduardo Montoya salieron como tres rayos a ayudarle con las bolsas, y ella se dejó ayudar, un poco confundida al comienzo y más sonriente después. Yo me quedé recostado en el muro viendo cómo la atosigaban los tres perros, pensando que ya perdía puntos al quedarme quieto, que finalmente uno de ellos la conquistaría, pensando, mientras los veía alejarse en un corrillo de risas y zalamerías, aunque luego me quedé tieso, de una pieza, porque antes de doblar la esquina, cuando ya sólo veía sus espaldas y pensaba que todo estaba perdido, Reina se dio vuelta y me miró, no como se mira a cualquier cosa, no, sino como se mira a algo que uno quiere mirar.

-¿Quiere uno? -me pregunta mi compañera de viaje y pone una bolsa de papel, abierta, debajo de mis narices.
-No, gracias -rechazo sin siquiera preguntar qué es.
-Son muffins -me explica-. Muffins de blueberry.
Miro rápidamente dentro de la bolsa pero puede más el aroma que la visión, gana el olor porque me obliga a cerrar los ojos. Luego el recuerdo le gana al aroma y aparecen de pronto el olor de mi casa, el olor a patio o a la cocina de mamá, entonces el instinto le gana a la evocación, y siento, como tantas veces, unas ganas imparables de regresar.
-Yo misma los hice -me trae de vuelta la voz gruesa de la negra, y antes de que yo pueda decidir, ella insiste-: vamos, hombre, no ha comido nada desde que salió. Coja uno.
Tomo uno y al tacto lo siento parecido al olor. Me lo llevo a la boca y ella espera mi aprobación. Asiento con la cabeza y mastico mientras ella dice:
-Yo soy Charlotte.
Creo que me he perdido en el sabor. Dudo si lo que entendí fue su nombre, su lugar de origen o su destino; además, inmediatamente, le agrega a mi confusión más nombres de mujer:
-Soy Charlotte, soy de Virginia, y voy hasta Augusta, en Georgia.
Después de un año mi inglés no es tan malo, aunque lo aprendí a las patadas, para sobrevivir, por eso es que siempre relaciono este idioma con la necesidad.
-¿Y usted? -me pregunta.
Me doy tiempo para responder mientras mastico. Para decidirme por su nombre y para postergar lo que da tanto trabajo encarar, algo tan sencillo pero tan escabroso como decir: mi nombre es Marlon Cruz y soy de Medellín, Colombia. Porque luego viene siempre el gesto del otro: de interrogación, de asombro o de terror.
-Oh, qué interesante -dice Charlotte para disimular, como todos, su pasmo, su horror o su ignorancia, porque hasta el momento no he entendido qué puede tener de interesante ser de Medellín, Colombia. Y luego agrega como casi todos-: tengo una sobrina allá, en Bolivia -dice, y yo sonrío pensando que también podría ser en Asunción, Maracaibo o Panamá. Para ellos es lo mismo. Sin embargo, mi nacionalidad no espantó a Charlotte, porque me ofrece otro muffin, y pregunta:
-¿Tienen blueberries en??
Me dan ganas de decirle: dígalo tranquila, que ese nombre no explota. Pero me limito a sacarla de su apuro y le respondo: Medellín. Y me pregunto: ¿Blueberries en Medellín?, y hasta me río porque ni siquiera sé cómo se dice eso en español, y para que no vaya a pensar nada raro de mi risa, le explico:
-Sí, sí tenemos. Todo es posible en Medellín.
Pienso: todo menos el olvido. Yo que perdí mi ruta no he podido olvidar, por mucho que lo he intentado, lo que soy y de dónde he venido, no por renegar o por vergüenza, sino para poder empezar de cero, sin remordimientos y con los pies bien puestos sobre este lado de la tierra.
Pero olvidé precisamente lo que no debía: mis pasos huyendo, mis pasos despavoridos, frenéticos, atravesando demente una ciudad desconocida.
Creí que esa misma noche encontraría a Reina, que era cosa, simplemente, de deshacer los pasos corridos y buscar el rastro que dejó mi fuga, echar reversa, devolver el tiempo, o si tan sólo hubiera sido posible, perder el miedo y recobrar la calma. Me dije: no es tan difícil volver, es cuestión de tranquilizarse y recordar. Me repetí: no es tan complicado, no es imposible. Y cuando comencé a caminar, muy despacio, mirando hacia arriba para reconocer algo, recordé lo que me habían advertido:
-Allá todo es igual.
Me lo había dicho Carlitos, que se mosqueaba mucho siempre que se tocaba este tema. Él nunca estuvo de acuerdo con nuestro viaje. Me insistió hasta el cansancio: te vas a comer toda la mierda que no te has comido nunca.
-Pero mierda gringa -me dijo Reina, después.
-Tal vez Carlitos tenga razón.
-Entonces quedate con Carlitos -me sugirió Reina.
Le bregué mucho a la memoria para tratar de volver al lugar donde empecé a correr. Me exigí que tenía que recordar algo, una puerta, un letrero, tal vez la mancha de sangre que derramó el policía antes o en el instante de morir.
-Al menos un olor -me obligué.
Un color, un sonido, una idea de algún sitio, tantas cosas que tiene una ciudad para recordar. Tantas cosas, y yo no pude encontrar ninguna. Presentí, además, que caminaba en círculos, como quienes caminan perdidos en una selva.
Después me quedé quieto para ver si ella me encontraba, así como esa vez, sin buscarla, yo me encontré con su mirada, esa primera tarde cuando mis amigos corrieron tras ella y fue Reina la que haciendo caso omiso de ellos, se inquietó por quien se había quedado recostado en el muro, preguntándose por qué había vuelto Reina a nuestro barrio.
-Parece que la mamá los dejó -me contaron luego.
-¿Y por eso volvieron? -pregunté.
-A lo mejor quieren olvidar.
-Nadie vuelve para olvidar -contesté.
Ni siquiera yo, que meses más tarde quise encontrar el sitio exacto donde me vi perdido, el puro corazón del laberinto. Volver allí como se vuelve a una tumba para decirle a quien yace: tú estás muerto y yo estoy vivo, para decirle: déjame vivir, que no tengo otra opción. Volver para matar al muerto, para descartar el encuentro imposible y desechar el milagro. Busqué mucho ese lugar, ya no para recordar el camino perdido hacia Reina, sino para olvidarlo. Pero se me borraron para siempre esas calles donde, aterrorizado, vomité y por donde vagué congelado y aturdido, arrimado a las canecas y a las hogueras de otros callejeros.
No sé cuántos días estuve en ese trance, porque cuando uno se pierde también se pierden, entre muchas cosas, el tiempo y el espacio. Lo poco que recuerdo son momentos tan perdidos como yo, tan borrosos como la gente que me miraba con fastidio; algunos que me pasaron comida y hasta monedas que nunca les pedí. Después vi a Reina escondida en las esquinas, vi luces de sirena y policías, vi gatos flacos entre las canecas escarbando lo que yo también buscaba, oí voces en otro idioma y el grito de Reina, ¡no salgas, Marlon!, la voz de mamá y el rostro implorante de papá. Oí ruidos y vi sombras en desorden, y a la muerte de gancho diciéndome como me decía Reina: mejor matémonos, y otra voz, tal vez la mía, que me animaba: sigue caminando que ya la vas a encontrar. Entonces, por momentos lo creí, a ratos también fui consciente de mi desvarío, por eso no supe qué fue y qué no fue, y por eso dudé tanto cuando vi el letrero y leí lo que de acuerdo con la lógica no tenía por qué leer, pero que me hizo creer que yo no estaba ahí, que ni siquiera había salido, que muy cerca entonces tendrían que estar los míos y mi casa y los amigos y hasta Reina. Por eso pensé: estoy loco, cuando después de varios días de estar buscando, leí las letras rojas sobre fondo amarillo, que en un cartel muy grande decían: Tierra Colombiana.

2 comentários:

Anónimo disse...

Não conheço, tenho que experimentar! Cumprimentos!

Ana Paula Sena disse...

L.A.: Também não conheço mas folheei um livro dele há dias. E li essa afirmação de Gabriel Garcia Marquez, a de ser um daqueles a quem gostaria de passar o testemunho.
Tomei nota, a partir desta sua referência. O pior é a falta de tempo. Acho que agora, só lá para o Verão... mas fica-me na ideia.
Beijinho